Había un árbol que me gustaba en especial, pues era el más
voluptuoso de los que me cruzaba y su posición en su jardín hacía parecer que
estaba casi en mitad del camino, por lo que podía incluso descansar bajo su
sombra. Siempre que tenía que pasar bajo sus ramas, aminoraba el ritmo de mis
pasos para permanecer bajo él el mayor tiempo posible deseando que la brisa
hiciera caer alguno de sus delicados pétalos sobre mí.
Con el paso de los días observé que los pétalos caían para
dejar paso al verde follaje y comprendí que debería esperar todo un año para
poder volver a ver a aquel magnífico árbol en todo su esplendor.
En uno de los últimos días en los que todavía sujetaba sus
flores, decidí sentarme bajo él observando el cielo por entre sus ramas...
entonces me desperté con frío, me había quedado dormida en el suelo y los rayos
del sol ya no me tocaban, me incorporé de inmediato sacudiéndome la ropa y de entre pétalos cayó al suelo un sobre abierto con una carta en su interior, me
agaché extraña a cogerlo, aquel sobre no era mío, miré a mi alrededor en busca de su propietario pero al encontrarme sola decidí sentarme de nuevo y saciar mi curiosidad. Desdoblé el papel y leí lo que decía:
Caminante, detén sólo un momento tu laberíntico
deambular y sígueme; te guiaré hasta un frondoso árbol siempre verde
llamado, según unos Aralia paperifer, de origen europeo y según otros Simporicarpium,
de origen asiático, pero al que nosotros llamaremos con el nombre que le ha
dado la leyenda, de "Árbol de Amor". Es un árbol muy especial,
perteneciente a una especie sumamente rara, tanto que se dice que no hay otro
ejemplar en el continente americano; eso explica la confusión de quienes han
tratado de identificarlo con alguna especie conocida, y si algún día en país exótico
te topares con uno, te preguntarás si también encierra una singular historia de
amor, como la que me contara don Pepe Salas, el afable custodio del ex convento
de San Agustín.
Allá por 1850, un francés llamado Philipe Rondé, con
admiración se extasiaba mirando la artísitica fachada del templo que, sentado
en el jardín, dibujaba día a día.
Oralia, la hermosa jovencita de leyenda que dio
origen al nombre con que popularmente se conoce al árbol, vivía en una de las
señoriales casas que daban marco colonial al jardín. Con la lozanía de su edad,
propicia para el primer amor, su cantarina risa contagiaba la alegría de vivir
a todo lo que la rodeaba.
Era Juan un humilde pero risueño y noble
barretero, que aun despierto soñaba encontrar la brillante veta de plata para
ofrecérsela a Oralia, a quien amaba en silencio, mas al sentirla cerca la
conciencia de su pobreza la alejaba como la más remota estrella.
Por las tardes, al salir de la mina, Juan se
convertía en alegre y locuaz aguador, siempre acompañado del paciente burro al
que recitaba sus improvisados versos de amor, caminando más de prisa con la
dulce ilusión de contemplar a Oralia al entregarle el cristalino líquido, parte
del cual era destinado de inmediato a regar las plantas del jardín y en
especial el árbol que cuidaban con esmero.
La juvenil Oralia sentía a su vez nacer un
entrañable cariño, más allá de la amistad, por el locuaz aguador que por su
parte día a día se ganaba también la estimación de las familias.
Mas sin saberlo Juanillo tenía un
rival, que tras la etiqueta de la cortesía y modales refinados, conquistaba
cada vez mayor campo en el corazón de Oralia, quien experimentaba la ruborosa
turbación de sus encontrados sentimientos, ante la presencia de Pierre, aquel
francés que la colmaba de atenciones.
El destino había traído precisamente a
su casa al francés al ocurrir la ocupación por las tropas invasoras en 1864, y
por cortesía las familias dispensaban un trato deferente al extranjero,
eximiéndolo de responsabilidad por los actos de un gobierno al que debía
obediencia. El francés, siempre impecable en sus modales y pulcro en el vestir,
les visitaba no tanto por corresponder a la amabilidad de la familia, sino con
la secreta esperanza de impresionar a Oralia, de quien se había enamorado.
Con el permiso de los padres, solían
sentarse bajo la sombra del árbol que Oralia regaba y cuidaba; entonces la
joven dejaba volar su imaginación al escuchar la descripción que de su patria
le hacía Pierre.
Juanillo sufría en silencio al
contemplarlos juntos, incapaz de hacer nada para evitarlo, y al comprender la
fatalidad de las barreras sociales que lo separaban de su amor, soñando siempre
con encontrar la veta de plata que le ayudara a realizar sus sueños.
Trabajaba duro en minas abandonadas,
soportando la fatiga; al final de la jornada, el agua de las minas limpiaba el
polvo que cubría su piel, haciendo huir el cansancio, para dirigirse a con su
fiel burrito a llenar sus botes del agua de la fuente y repartirla a las
familias con quienes se había "amarchantado", cuidando de dejar al
final la casa de Oralia para disponer de un poco más de tiempo en su compañía.
La simpatía del humilde enamorado hacía que
Oralia lo esperara con impaciencia para que le ayudara a regar su árbol, como
ya se había hecho costumbre. Al hacerlo, su regocijo se manifestaba en el
lenguaje secreto de los enamorados; el árbol lo sabía y el susurro de sus hojas
se confundía con el rumor de las risas de los jóvenes, mientras su follaje se
inclinaba, en un intento de protegerlos de miradas indiscretas.
Dolía el corazón a Oralia cuando una tarde
se encaminó hacia el templo. Postrada ante el altar, lloró en silencio al
comparar dos mundos tan opuestos; su plegaria imploraba ayuda para tomar la
decisión acertada en tan cruel dilema sentimental.
Al salir del templo y dirigirse a su casa
sin haber logrado adoptar una resolución, se sentó en silencio bajo el árbol y
el llanto volvió a sus ojos, su angustia provocaba la alteración del ritmo de
los latidos de su corazón, cuando en su regazo cayó suavemente un racimo de
cristalinas lágrimas que conmovido el árbol le ofrecía como amigo amoroso en su
desconsuelo, y al contacto de sus tiernas manos, las lágrimas del árbol se
convirtieron en un tupido racimo de blancas flores.
Oralia recuperó la paz junto a su árbol y
encontró el valor suficiente para decidirse por su barretero, sin importarle su
humilde condición.
Al día siguiente, el francés se presentó
puntual en la casona y con semblante aduso informó de su próxima partida de la
ciudad y del país. Otros vientos políticos flotaban en la nación y era urgente
su traslado a Francia. Se llevaba el corazón destrozado por verse obligado a
abandonar el afecto que había encontrado, y la despedida le resultaba aún más
amarga al saber que jamás volvería a ver a Oralia, quien lo despidió junto al
árbol, ahora ya tranquila al comprender que había tomado la decisión más
correcta de su vida.
Mientras tanto, en la profundidad de la mina
donde había cifrado sus esperanzas, Juan vislumbraba un tenue brillo, tan sutil
y huidizo como la ilusión; una corazonada hizo intuir al gambusino la veta que
buscaba, y con nuevos bríos continuó excavando con su barreta la dura roca que
aún se resistía a entregar al imberbe joven su argentífera savia.
Al día siguiente, al llegar con el agua,
Oralia lo notó más alegre y locuaz que de costumbre; no se pudo contener y al
verlo tan feliz y sin pensarlo le estampó un impetuoso beso junto al Árbol del
Amor que regaban ahora entre risas.
Juan ni de su rica veta de plata se acordó,
y olvidó completamente el discurso que toda la noche había ensayado, al ver
caer racimos de flores blancas del árbol, que así compartía la culminación de
tan bello idilio en aquel tranquilo jardín, hoy plazuela de Miguel Auza frente
al ex templo de San Agustín.
Desde entonces, las
parejas de enamorados consideran de buena suerte refugiarse bajo las ramas
del Árbol del Amor para favorecer la perduración de su romance.
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